Entonces los apóstoles se juntaron con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. Él les dijo: «Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco.» Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer. Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto. Pero muchos los vieron ir, y le reconocieron; y muchos fueron allá a pie desde las ciudades, y llegaron antes que ellos, y se juntaron a él. Y salió Jesús y vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y comenzó a enseñarles muchas cosas.
(Marcos 6:30-34, RVR 1960).
En un pasaje anterior, Marcos nos cuenta que Jesús había enviado a sus doce discípulos de dos en dos para proclamar el Evangelio del arrepentimiento, expulsar demonios y curar a los enfermos (Marcos 6:7-13). Estoy seguro de que había cierto nerviosismo cuando se pusieron en camino, preguntándose qué pasaría y qué haría Dios a través de ellos. Cuando terminó este tiempo de ministerio, regresaron y compartieron con Jesús, y entre ellos, todo lo que había sucedido. Me imagino la combinación de emoción, asombro y agotamiento que debieron sentir. Jesús reconoce que necesitan un descanso, así que se los lleva, navegando hacia un lugar tranquilo, lejos de las ciudades y de las multitudes. Estoy seguro de que todos esperaban con impaciencia este descanso. Las temporadas de intenso ministerio pueden ser muy satisfactorias, pero también pueden pasarnos una factura física y emocionalmente. Es bueno tomarse un tiempo para descansar y renovarse.
Pero sus planes de escapar y pasar un tiempo de tranquilidad empezaron a desmoronarse cuando la gente los divisó navegando por el mar y corrió a su encuentro en la orilla. La noticia se extendió rápidamente por la zona y se congregó una gran multitud. Más tarde nos enteramos de que entre ellos había unos 5000 hombres, muchas mujeres y algunos niños. Los planes de Jesús para un retiro con sus discípulos se estaban desbaratando, pero lo que vio conmovió su corazón y cambió sus planes. Al ver a la gran multitud, se compadeció de ellos: eran como ovejas sin pastor, sin nadie que las guiara ni se ocupara de sus necesidades. Entonces dejó a un lado sus planes para pasar un tiempo de descanso con sus discípulos y comenzó a enseñar a la gente.
Para algunos de nosotros, si hubiéramos visto a la multitud reunida en la orilla, quizá no habríamos desembarcado, sino que habríamos dado la vuelta a la barca y buscado otro lugar tranquilo para desembarcar. Después de todo, los discípulos estaban cansados de su ministerio itinerante y necesitaban descansar. Es fácil pensar: «Sigamos con el plan y ocupémonos de nosotros mismos». Pero la reacción de Jesús fue de compasión por un pueblo que necesitaba que alguien le enseñara acerca del Reino de Dios. Su amor por ellos lo impulsó a enseñarles.
En otros pasajes de los Evangelios vemos que Jesús se reservaba tiempo para el descanso y la oración (Marcos 1:35; 6:46; Lucas 6:12). Sabía cuándo era necesario y encontraba la manera de tomar tiempo para ello. Pero cuando se enfrentó a las necesidades de la gente de la orilla, su corazón no le permitió darles la espalda. Su amor le movió a cambiar sus planes y a enseñar en lugar de descansar. Esto me desafía y me convence de pecado.
Para Jesús, enseñar era un acto de amor, de compasión por la gente que no conocía a Dios. El amor le impulsaba a hablarles del Dios que les amaba, que deseaba perdonar sus pecados y restablecer su relación con Él. ¿Y a nosotros? ¿Qué nos motiva a enseñar a otros? En un devocional anterior me centré en Juan 21:15-17, donde Jesús le pregunta a Pedro tres veces si lo ama, y cuando Pedro responde: «Sí», Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas». Enseñar es una manifestación de nuestro amor a Dios. En este pasaje vemos que la enseñanza es también un desbordamiento de nuestro amor por la gente. De este modo, la enseñanza es una forma de vivir el Gran Mandamiento: «Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. [...] Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos.» (Mc 12,30-31).
Confieso que para mí, a veces, enseñar puede convertirse en un mero trabajo que hacer porque es mi responsabilidad. Me encuentro preocupado por qué incluir, cómo organizarlo y qué debo aportar para que el estudio salga bien. En algún momento, entre todos mis preparativos, pierdo de vista a aquellos a los que voy a enseñar. No pienso en ellos, en sus necesidades, en el amor de Dios por ellos y en el deseo de Dios de que yo los ame enseñándoles. La enseñanza de Jesús fluía de su amor por la gente, y Él me desafía a hacer lo mismo. Nos desafía a hacer lo mismo.
¿Cómo está tu corazón? Pídele a Dios que te ayude a recuperar un corazón compasivo para aquellos a los que enseñas, que tu enseñanza sea un acto de amor tanto para Dios, como para aquellos a los que Él ama.
Jesús, gracias por tu ejemplo como un maestro que enseña por compasión a los que lo necesitan. Ayúdame a tener ese mismo corazón de amor por los que enseño, te ruego me des la gracia y la fuerza para enseñarles bien. Cuando pierda esa compasión, por favor, conmueve mi corazón y lléname de tu amor para que este se desborde y alcance la forma en que enseño, para que otros conozcan tu amor por ellos. Amén.